¡ECHEN A SONAR

LAS VUVUZELAS!

Por Pablo Vignone

Se abre la puerta derecha. Asoma una cabeza al interior del habitáculo. No es un cohete de la NASA pero carga en sus entrañas un motor de Oreste Berta, de manera que a mí me genera una excitación similar.


-Agustín, mirá que tiene mil de espiral atrás –dice el ingeniero en un código más o menos comprensible. Mil libras, presumo- Está preparado para hacer trompos.

Ah, ya no me genera tanto entusiasmo.
Agustín es Canapino, el genio de los simuladores, uno de los pilotos jóvenes con mayor futuro en el automovilismo argentino, tercero en la reciente de la Copa América del Top Race, y quien esta agradable mañana de autódromo aceptó mi voluntad de llevarme a pasear.

-¿Te animás a dar unas vueltas? –propuso con respeto el solícito Leo Lucente, jefe de prensa del Top Race. ¿Y cómo no? Anduve en autos de TC, de TC2000, de rally mundial y nacional, anduve hasta con Ayrton Senna… pero en un caravan que lo traía de Ezeiza al centro. ¿Cómo no me voy a animar? Es un día especial, una jornada organizada para que casi medio centenar de periodistas pudiéramos experimentar, al menos por un ratito, la embargante emoción que produce viajar a bordo de un auto de carreras.

-Agustín, por mí los trompos no son necesarios, ¿eh? –le aviso, por las dudas. Ahora entiendo porqué este auto está pintado con la decoración que utiliza normalmente Marquitos Di Palma en su Vectra. Lo usa para hacer trompos…

-Tranquilo, para mí tampoco –me contesta Canapino, más atento a los últimos detalles.

El parece estar muy cómodo. Yo, en cambio, voy embutido en una butaca dispuesta ad-hoc a su derecha, pero unos centímetros más atrás. Me siento hundido en el fondo del Vectra. La butaca me aprieta, los cinturones me aprietan, el casco me aprieta (tanto, que si mirás la foto vas a notar que no pude calzarme correctamente la patilla izquierda de mi par de anteojos), con el buzo tomé la precaución de probarme uno de cuatro ambientes y balcón a la calle, para acomodar los kilos de lastre (los míos, no los del auto).

-A un Top Race tenés que manejarlo con una sensibilidad especial –se extiende- Como tiene suspensiones independientes en las cuatro ruedas, no le cuesta mucho desestabilizarse y entrar en trompo, sobre todo si lo bruteás. Por eso hacemos tantos trompos en esta categoría…

Mientras crece la tensión –la nuestra es la primera tanda de los que van a salir a pista, el asfalto está apenas tibio, las gomas siguen frías, el V6 permanece mudo- siento que empieza a faltarme el aire en los pulmones. ¿Será el cinturón de cinco arneses el que me quita la respiración, o será una inquietud creciente, más relacionada con los dos años que hace que no me subo a un auto de carreras que a las recomendaciones de mi agente de seguros?

Vamos a calentar el motor, anuncia Agustín, Lo enciende a bordo, sin un solo quejido. Este V6 no tiene los 350 HP plus de un auto de punta, pero tampoco se van a extrañar. El comando secuencial de la caja se muestra bien alto, bien cerca de la mano derecha del piloto, que tendrá que recorrer pocos centímetros del volante a la agarradera. Bienvenidos, mis amigos, al show que nunca termina, canta Greg Lake desde el fondo de mi memoria, y me concentro en inspiraciones profundas.

¿Vamos? –invita Agustín.

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La fiesta va a comenzar.


Adelante parte el Mercedes que conduce Guido Falaschi, con el Flaco Víctor Tempo (Crónica) como copiloto. Luego lo sigue el Mondeo pintado a la Diego Aventín pero conducido por Nicolás Iglesias, que ha tenido la gentileza de cambiar algunos puntos de vista con esta tripulación antes de la puesta en órbita, llevando al colega Germán Fandino (Radio Splendid). Detrás partimos Canapino y un servidor. Agustín pone primera, suelta el embrague, la aguja del cuentarrevoluciones trepa hasta el 6 y siento como 300 bestias me empujan desde la base de la espalda.


No pierde tiempo el piloto, que usa la calle de boxes para calentar las Pirelli. ¡Y cómo! A volantazo puro, a la derecha, a la izquierda, la derecha… Qué suerte que solo bebí un cafecito antes de salir a pista. Otro día les cuento qué sucedió con el plato de ravioles que engullí antes de treparme a un Ford de TC…


La salida de boxes queda atrás y estamos en acción.
Un TR usa normalmente 300 libras de espirales en el tren trasero; este tiene más del triple, y se nota. El cóctel es explosivo: entre la dureza del tren y la baja temperatura de las gomas, cada vez que Agustín quiere pisar el acelerador, la bestia nos recuerda que subsiste en estado indómito. Un trompo, cualquiera, está servido. El arrecifeño tiene que concentrarse en lo esencial: poner el auto en condición óptima de funcionamiento antes de exigirlo medianamente. Más tarde, tras la prueba, una vez sin buzo antiflama (yo, no él), reconocerá que me subí “en el peor momento”.

Pero la mañana es preciosa, el sol acaricia el ánimo, así que no hay que poner mala cara. Usamos el circuito número 5 para el ensayo. Agustín quiere saber porqué a la curva de los Tontos –la que una la curva de la Confitería con la recta que lleva al Tobogán- se la llama así. Yo le cito algo que leí hace mucho tiempo: porque solía tener el peralte invertido y si se la tomaba con displicencia, esa condición te empujaba hacia fuera de la pista en la salida, transformándote en (ergo) un tonto. También le cuento que 40, 50 años atrás, este circuito se usaba para correr en karting. Agustín produce una interjección de incredulidad. Para él, lo que le refiero debe parecer la prehistoria, cuando la Tierra todavía estaba caliente.

Nos pasa el Mondeo de Iglesias antes de la entrada a la primera curva.
Agustín frena bastante antes de lo que imagino, pero no quiere correr riesgos y se comprende. El circuito nos hace bailotear de un piano a otro mientras recorremos las curvas en uno y otro sentido. Le apunta con todo al Tobogán, la curva más divertida del Autódromo, pero es evidente que nos faltan km/h en la entrada para que la celebración sea completa, para descorchar champán y echar a sonar las vuvuzelas. El Mondeo empieza a alejarse, mínima pero perceptiblemente: está tan frío como el Vectra, pero la puesta a punto es bastante más blanda. Ese auto no está tan nervioso. Yo ya me olvidé que no podía respirar y –por lo que parece- estoy respirando sin problemas.

La Horquilla se revela como una provocación. Frenamos (dijo el mosquito) más provocativamente que como lo habíamos hecho en la primera curva y es
todo un convite a acelerar lo más que se pueda a la salida a la recta. Siempre, insisto, teniendo en cuenta la condición del auto.

Y en plena recta es dónde suena más glorioso el V6, dónde Agustín espera en fracciones de segundo que
la agujita del cuentarrevoluciones pase el 6 para tirar la marcha ascendente (y pasamos de segunda a quinta en el revoleo sucesivo) y me preparo para lo que será la frenada más exigente, la de la primera curva, después de haber cubierta la recta con toda la furia disponible.


Aunque Agustín se toma su distancia para ensayar el frenado –sigue sin querer exponerse, en pleno proceso de calentamiento, y sabiendo que después de mí le quedarán 10 o 15 o 20 entusiastas timoratos al principio, eufóricos al final- vuelvo a comprobar que eso, la frenada, es la situación en la que el cuerpo neófito como el mío siente más el rigor de la marcha veloz. La cabeza, el único trozo libre de mi humanidad, recargada con la masa del casco, se bambolea sin resistencia. Y aunque la exigencia no es límite –no podría serlo, no lo será- se percibe notable de todas maneras.

Ahora, con una vueltita más (que no tardó más de un minuto, calculo),
el Vectra se muestra un poquito más atrevido. Agustín lo juega un milímetro más en los pianos, yo perdí desembozadamente los prejuicios. Dejo de mirar los pies del piloto danzando graciosamente sobre los pedales y me concentro en el parabrisas, tratando de ver si el Mondeo hace más diferencia. No la hace.

Pero la distancia que hay nos permite entrar al Tobogán con un cachito más de desahogo. No te la voy a vender como que estábamos para la pole-position en Le Mans, y
de haber sido una clasificación común y corriente quizás son entrábamos ni entre los 30, pero a mí, a esa altura, ya me había sido oportuno para sustanciar, una vez más, los vericuetos de esta pasión. De haberme consultado en ese momento, habría firmado continuar diez, cien, mil vueltas más. Pero había otros colegas aguardando.

Así que el Mondeo de Iglesias nos marcó el camino a los boxes. Me habían provisto de un aparatito para poder accionar la radio, de manera que Agustín pudiera escucharme (y presumiblemente también en los boxes, para tener material con qué descostillarse de la risa), así que me acordé por primera vez que podía hablar mientras registraba sensaciones, y solo se me ocurrió decirle que me había sentido
“muy cómodo, muy cómodo” durante la experiencia y que le agradecía su guía.

Después, el propio Canapino Jr. me justipreciaría la diferencia entre una vuelta de clasificación y una vuelta en serio en este tipo de experiencias. “En general la diferencia es de 10 a 1, pero con vos anduvimos todavía más despacio”.

Esa desventaja me hizo cavilar seriamente sobre la validez de repasar semejante ensayo desde un teclado. Pero mientras lo decidía, lo estoy escribiendo, y creo que ya lo terminé.

Porque
el automovilismo es como el sexo, parece. Lo hagas a la velocidad que lo hagas, y con la máquina que sea, no querés renunciar nunca a practicarlo.

Fotos: Prensa Top Race
14/7/2010

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2 COMENTARIOS

  1. sr periodista, soy un abogado a quien le apasionan los autos si bien no soy un gran seguidor de las carreras, pero debo decirle que su relato acerca de la experiencia vivida con el auto de carrera me parecio muy entretenido y, desde ya, coincido con ud. plenamente en cuanto a lo que dice sobre el sexo

  2. muy buena nota, senti como si yo fuera en el auto, primero te llenas de preguntas pero despuñes cuando uno le toma el gustito, no se quiere bajar

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