TAL VEZ COINCIDAS, hay episodios en la vida de cada uno que conmocionaron, que entraron en la historia y que, cuando vuelven a la memoria, te acordás que hacías ese día…

Ante los 50 años!, de la muerte de Juan Gálvez, me invade esta sensación. Eran tiempos aquellos, los primeros de la década del ´60 en que uno, de pantalones cortos, empezaba a mamar esa pasión por los fierros, por los autos que me transmitía mi viejo, mecánico, chofer de un camión de transporte de combustibles que se levantaba todos los días a las 2 de la mañana, y que cada domingo se clavaba la radio en la oreja para escuchar las carreras de TC.

Fanático de Oscar (Gálvez) pero a la vez, admirador de Juan y seguidor a muerte de Ford; mi viejo, desde ya, «enemigo» de Fangio. La rivalidad Gálvez-Fangio muchos se acordarán, había dividido al país. Como tantos domingos, a la mesa del almuerzo para comer el infaltable asado, no le faltaba la radio «Spika» a todo volumen.

Ese domingo 3 de marzo, fue un día de visitas; mi viejo manejando el camión por la vieja ruta 8, yo Al medio mirándolo admirado como conducía esa mole (un Ford F-900), mi madre en el otro costado del asiento. Destino: José C. Paz, allí nos esperaban mis tíos, primos, tan fierreros como futboleros, enfermos por Boca.

La picadita, el vermouth, mientras desde la parrilla salía el humito tentador y el olorcito impagable de un asado. La radio traía el relato, no recuerdo quien contaba como iban las cosas en la Vuelta de Olavarría de Turismo Carretera. Recuerdo sí, nos llamaba la atención que llovía. Sin embargo, a los intrépidos del TC ¡que los iba a parar el barro!.

Oscar había decidido no ir a la tierra «hostil» de los Emiliozzi, rivales acérrimos de los Gálvez por entonces; Juan, desatendiendo los consejos del Aguilucho, puso proa hacia la capital del cemento. Sabía que podía ganar de visitante, aún humilde, silencioso, cauto; la contracara de Oscar, Juan era un ganador que no se amilanaba así nomás, buscaba otro campeonato, el décimo en TC…

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Llovía y por eso el relato radial, se hacía más dramático; hasta medio entrecortado, quizá por los nervios y la angustia que invadía a los hombres en la reunión familiar en José C. Paz; nadie se animaba a reconocer: queríamos que la carrera terminara cuanto antes, para colmo iba ganando Juan.

Extendida la mesa, el mantel, el tintillo infaltable y la coca para los chicos; la familia unida para disfrutar de esas reuniones que fenecieron en el tiempo. De repente, desde adentro de esa radio que nos conectaba con Olavarría, nos dejó mudo enterarnos que Juan Gálvez había volcado, y que la mano era brava…

El asado empezó a enfriarse, el hielo a derretirse, las risas y el disfrute comenzaron a apagarse; de reojo, las miradas apuntaron a la «Spika», rogando claro que trajera buenas noticias.

Esas noticias no fueron buenas, que va!; al rato, después de dudas e informaciones confusas, nos enteramos que había ocurrido lo peor: Juan se había matado. El Ford azul en una curva del embarrado Camino de los Chilenos, había dado 5 o 6 tumbos. Juan tenía terror de morir quemado si sufría un accidente, por eso no usaba el cinturón de seguridad; en el impacto, su cuerpo salió despedido, la muerte, instantánea. No así la de su acompañante y amigo Raúl Cottet quien, vaya, al año siguiente, se puso la pilcha de piloto.

Juan Gálvez había muerto; recuerdo que salimos a la calle, de tierra, de un barrio de trabajadores; no fuímos los únicos. En silencio, otros vecinos también lo hicieron, incrédulos, shokeados, muchos no podían pronunciar palabras.

Las lágrimas unos no pudieron reprimir, yo asustado miraba a mi viejo compungido, abatido, con un nudo en la garganta.

Juan Gálvez, el ídolo popular; ídolo de verdad, había caído. No olvidé jamás ese domingo…

Por Carlos Saavedra

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