84 HORAS DE CARRERA,
40 AÑOS DE MITO
Nurburgring 1969 se ha transformado casi sin quererlo, en uno de los mitos más adorados de la historia del automovilismo argentino. Con ánimo de exagerado se podría decir que ocupa un podio exquisito junto a los cinco títulos mundiales de Juan Manuel Fangio o la victoria de José Froilán González en el Grand Prix de Inglaterra de 1951, la primera de una Ferrari en el Mundial de Fórmula 1.
Y es lógico, cuarenta años después de la saga –quizás una epopeya, seguro que no una hazaña- porqué esa aventura, esa patriada, esa operación denominada con el lenguaje castrense de la época como Misión Argentina, ocupa tan selecta ubicación en esa sólida plataforma de la gloria.
(Tan sólido como que la carrera, en sí misma, solo duró hasta 1971. Y que solo los argentinos la revivieron con una edición en 2001 en el Autódromo de Buenos Aires).
Ni siquiera ganaron los Torino. Uno se imagina la misma aventura a través del prisma exitista de hoy, en la que uno solo goza del éxito y a los demás se los condena a revolcarse irremediablemente en el barro del fracaso. ¿Puntearon durante un día y medio para llegar cuartos?
Si lo único que sirve es ganar, ¿qué hacen los Torino posando al sol en el lugar más brillante de los recuerdos?
Quizás se trató de la época. No había TV en directo y lo que uno alcanza a ver de aquella carrera son viejos trozos de celuloide, de super 8 o, con suerte, de 16 milímetros. Pero se trazó toda una mitología en torno a ello que, visto con la luz actual, parece creíble, encaja.
Eran los ’60. Quizás en otra época no habría resultado tan revolucionaria. Eran los años de los Beatles y de Vietnam. De la minifalda y del Mini. No es casual.
El resto del mundo recuerda la tercera semana de agosto de 1969 con una palabra del idioma inglés. Woodstock.
Los tuercas argentinos recordamos esa semana particular con una palabra en alemán. Nurburgring.
Y otra en italiano. Torino.
Porque ese auto bendito podía tener motor estadounidense, caja de velocidades alemana, diseño italiano, pero era increíblemente argentino.
En una era en la que la Argentina podía mezclarse con el mundo y competir. Mano a mano.
Los Torino fueron los autos más potentes de aquellas 84 Horas de Nurburgring. En condiciones normales quizás debieron hasta haber ganado. Los derrotó un auto más ágil de una vez y media menos cilindrada. Que perdió mucho menos tiempo en los boxes.
Otra vez los profetas del fracaso se sienten libres de enarbolar su bandera.
Pero no era lo mismo en aquel tiempo. Ese fue el año en que Boca salió campeón y dio la vuelta olímpica mientras los hinchas de River ¡aplaudían!
De los diez pilotos, ocho (Di Palma, Cacho Fangio, Perkins, Rodríguez Canedo, Cupeiro, Copello, Larry, Franco) estaban identificados con Torino. Solo Galbato y García Veiga no poseían ese grado de pertenencia. Oreste Berta, el director mismo, era el mismo que orquestaba técnicamente a la marca en el país.
Y sin embargo se llamaba Misión Argentina.
En el libro en el que Miguel Angel Barrau congeló para la historia aquellos días, hay alguna cita de Oscar Alfredo Gálvez (la máxima identificación de Ford en el automovilismo argentino) que simplifica el sentido de lo que fue aquella aventura:
«¡Cómo no iba a tener cara de contento! Si es una cosa buena, positiva. Si es la industria argentina, aunque sea una sola marca de nuestra industria… ¡es nuestra industria la que está compitiendo!».
1969 fue el año de Nurburgring, aunque también el del Cordobazo, el del asesinato de Augusto Timoteo Vandor, el año en que la Selección Argentina se quedó afuera de un Mundial de fútbol por última vez.
El año en el que la denominación Industria Argentina incluía un sentido de pertenencia, de orgullo y de proyección que, tal vez, provoca nostalgia.
Mientras tanto, lo que se ha transmitido, lo que ha pasado entre generaciones, lo que ha entronizado la esforzada aventura en leyenda, es el orgullo auténtico.
Como legado, no es poco.
Quizás, eso es lo que justifica el mito.